La palabra es...

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martes, 31 de mayo de 2011

Los harapos de su sonrisa

Es el último día de primavera, mis pasos son lentos, parecen ser tan profundos que ya no se siente el calor en mis mejillas. En mi pecho sólo se siente el latir de un simple deseo. Cada pisada marca un segundo menos de mi monótona vida. Siempre en silencio y con las manos en los bolsillos. Es el mismo pasillo de cada mañana, el mismo insustancial camino. No parece más que un espacio vacío, tan lleno de murmullos, de cantos y superfluos aparadores. Con la mirada perdida en la longitud de la travesía, la imaginación es la dueña de mi razón; no hay cabida para la lógica.

Mi andanza lleva como fin verla a los ojos. Lograr cruzar una sola palabra con su enigmática voz. Es la timidez de mis sentidos lo que entorpece mi objetivo. Ella siempre sonriente, de figura armoniosa, con la proporción deseada y de manos refinadas. Tan perfecta. A ella no la creó ningún dios. Parece ser una invitación para los poetas, es sólo la musa de lo apolíneo. No soy digno de verle. Soy tan sólo un devoto del rebaño humano; y es siempre el mismo desenlace: la cobardía venció al anhelo. Recriminándome retrocedo la marcha.

Lo nocturno parece disminuir al reproche que me invade en cada fracaso. Sonámbulo e insensato en una dimensión que es profana me mantengo infiel a lo vital. Es necesario buscar el fin de mi continua derrota. Derrumbado en un deshabitado lecho con fervor imploro piedad a Morfeo. La somnífera oscuridad somete a mis fatigados parpados. Ha llegado el momento de fantasear con la utopía de mi afán.

Cobijado retorno al pasado. La almohada coge mis conversaciones, mis balbuceos parecen describir a sus caderas. Siempre tan lejos de la realidad. Inerte en una cama; aún inacabado. Pareciera que el tiempo se ha detenido, pues, la protesta es dignificada con elegantes trajes, la moda determina a la revolución, los profetas aún esperan su Apocalipsis. Los cuestionamientos de mi existencia invaden mi soñar. Son horas que no transcurren.

Mi indagación es interrumpida por el estruendoso rocío de la mañana. Las campanadas de los fieles metafísicos me convocan a orar. Con la moral entre mis piernas y con la piel llena de lujurias asisto al llamado de la fe. Magnifico mis plegarias, pues, ambiciono sólo un poco de valor. Sé que al terminar mis rezos, el pasillo que me conduce a ella será nuevamente mi enemigo. Mis manos se trasladan al pantalón, con la mirada dirigida al suelo y con los pies temblorosos da inicio la travesía que augura un frenético intento de conquista.

El calor de un endulzado café acompaña mi andanza. La cabeza se me inunda de pensamientos suicidas. Lo simple ahora me es complejo. Las rocas parecen estar respirando, éstas adornan las calles que me conducen a un encuentro planificado por los eternos pretextos de los aún mortales. El viento, ese amigo invisible me dirige. Las nubes forman figuras alentadoras. Hoy los cánticos amorosos intentan apoderarse de mí. El cansancio es adormecido por las ansias. Y ahí está el corredor, siempre inmóvil y con la sonrisa cínica de verme deseoso.

Con la vista aún sin despejar del lustrado suelo, con los dedos entumecidos me mantengo estático. Ya no tengo evasiva para detener mi caminar, quizás mi porvenir se alineó con la felicidad. Es el fin de múltiples intentos frustrados. Al fondo un indigente con saxofón exige monedas por su derroche musical. Es precisamente su trillada nota lo que marca la pauta para no retroceder. Aún no entiendo si comienzo a curar mi oscuro pasado.


El tiempo transcurre lento, las aves detienen su vuelo, se mantiene un ambiente propicio para un primer encuentro. Las palabras en mi mente son imbéciles ante la esperanza de no desfallecer. Estando frente al aparador que exhibe su sublime figura, me dispongo a destronar la monarquía de mi soledad. Estoy dispuesto a ver sus manos.

Sin embargo, el saxofón del indigente por un momento se enmudece, los vendedores detienen sus rimadas apologías; mis ojos comienzan a dilatarse, la gravedad me obliga a ponerme de rodillas, la sorpresa hace brotar mi llanto. ¿Dónde está ella? La mujer que se manifiesta a diario en esa transparente prisión. El encanto del cielo se esfuma. Quizás es la mofa del destino.

Aún arrodillado busco respuestas. Las personas que pasan a mi lado predisponen una interrogante en su rostro. La prisa les niega el extrañar la belleza de aquella musa. Las notas del músico comienzan a ser la única compañía de mi desgarradora desventura. En ese reducido espacio mi vida parece encajar. Los recuerdos ahora son reproches. Los rayos del sol entonan mis lamentos, la exigencia por aullar mi dolor es inefable. Es una inmensidad que comienza a disminuir.

Mi pesadilla es interrumpida por unos gritos que me demandan finalizar mi sufrimiento, esa misma voz me pide ponerme de pie e indica con uno de sus dedos el inicio del camino. Con la lengua trabada pregunto por mi ansiado amor. La respuesta llega con una hiriente sonrisa. Ríe por mi ruego. Me toma de la mano y me conduce hacia un basurero. Mi boca parece sangrar y la mirada se me enfurece. Ahí está ella desmembrada y entre desperdicios. Las gaviotas ya han defecado en su sonrisa. La violencia se apodera de mis puños, los golpes sobre aquel sonriente sujeto son insaciables. Habiendo vengado ese imperdonable crimen. Me propongo redimir mi anhelo de verle.


Reconstruir su majestuoso cuerpo es quizás lo más humano, ya que, restaurar su sonrisa es una labor celestial. Es un cúmulo de emociones tenerla entre mis manos. Ya los grillos anuncian el comienzo de otra estrellada noche. No tengo hogar, mi vida ha sido consagrada a ella. Protegerla se ha convertido en mi esencia. Mi sustancia se derrama entre sus manos.



Ella se ve dichosa, parece haber estado esperándome. Su perfección se me ha entregado. No obstante, mi pensar es preso del miedo de verle nuevamente en peligro. Necesitamos un cómplice de nuestra afición. El hermano Mar parece ser el asociado ideal. Partimos en busca de ser acogidos por él. Con un agitado oleaje somos recibidos, hemos encontrado morada. La arena nos está invitando a derrochar pasión.

Con la mano en su cintura me atrevo a tocar su desnudez. La inmoralidad se hace dueña de mis mejillas. Lo sonrojado de mi ser se lo entrego en cohibidos besos. Ella se mantiene extraña ante aquel acto de amor. Las oscilaciones de las aguas calman lo impúdico de mis temores. Sin presurosos cuestionamientos todo intento de fornicar se detiene; es sublime su timidez.

Ahí está ella sin ser exhibida. Con los mismos derechos de cualquier otra mujer. Con la libertad que no se tiene cuando sólo se existe para modelar los deseos de una imprudente vanidad. No soy el que deba desflorar su inocencia. El milagro de su sonrisa se complementa con cada desembocadura del hermano Mar. Es él un digno protector para ella. Con lágrimas y con un sincero agradecimiento le ofrezco lo que se había convertido ya en lo vital de mi alma.

Ahora estoy perdido, desconozco en dónde está mi fatalidad. Con ella entregada a la profundidad del hermano Mar, cualquier intento de ser dueño de mí se esfuma. Sin saber por qué estoy otra vez frente aquel inicial sendero; éste ya no parece retarme, quizás ha perdido su enigma. Me dirijo hacia aquel aparador vacío. Cruzo algunas palabras con el saxofonista. Él también había perdido a una mujer tan encantadora como la que he entregado a la inmensidad. Es condena de algunos hombres enamorarse de lo inestimable de aquel aparador con fervor tatarea mi andrajoso acompañante.

Ambos estábamos solitarios, compartiendo el mismo dolor. Con una actitud solidaria me lanza una invitación. Es misión de los músicos curar las penas. Con penetrantes delirios comienza a tocar su instrumento. La paz me invade. Las notas insertan en mi entendimiento la solución al dolor de verme solo. Intrigado arrogo lo inverosímil de mi persona, ahora sólo es simple carroña para las gaviotas.

Desnudo vago por las calles de una gran ciudad. Veo mucha gente, pero no distingo a ningún individuo. Risueño y sin prejuicios comienzo a divulgar mi anécdota. Grito entre miles de maniquíes, que liberé a una hermosa mujer de las garras del vanaglorioso modelo social. Sin embargo, mi clamor no trasmina en lo rudimentario de su cabeza.

Regreso con el templado saxofonista, éste no ha dejado de tocar. Armonioso me entrego a su música. Lo magnánimo de cada soplido me hace entender que amar está prohibido; que la mujer es un maniquí al que se le viste con onerosos harapos. Éstos esconden a su sonrisa; los mismos que oprimen a su libertad. No soy poeta, pero en mi delirio sí estoy sonriendo como aquel que sabe que ha pecado.



1 comentarios:

Anónimo dijo...

Enunciados cortos, imágenes largas. El ritmo de este cuento me atrapó. Disfruto leerte.