
Mira. El cielo se oscurece, como advirtiendo que va por ti. Hace ruidos extraños, se enrosca, avanza peligrosamente rápido hasta donde estás tú. Las nubes son como un ejército mortal, tratando de absorber tu cuerpo con la misma facilidad de un tornado. Todo lo que hay sobre tu cabeza se asemeja a un agujero negro, tragando lo que encuentra a su paso, incluyéndote a ti.
Corre. Las hojas de los árboles caen y se arremolinan a tus pies, creando una trampa difícil de esquivar que en cualquier momento te hará caer y entonces el cielo hará lo que quiera contigo. Las ramas te retrasan, te toman por la ropa, no quieren que te vayas. La tierra frente a ti se agrieta, amenaza con tragarte en cualquier momento y el pasto crece para enredarse en tus tobillos y así atraerte al suelo que sigue abriéndose, esperándote.
El cielo y la tierra libran una batalla por ti.
Elige. No hay otra opción. Detrás de ti las nubes parecen alcanzarte, rodearte, absorberte. Delante, la tierra espera un solo tropiezo para apoderarse de tu cuerpo. Es tiempo de decidir, pero ¿por qué? Eres tú. Ni el cielo ni la tierra tienen poder sobre ti. Nada lo tiene.
Huye. Encuentras un sendero que aparece de la nada y lo tomas. Al cielo se le dificulta alborotar tu camino y las grietas de la tierra son cada vez más estrechas, haciendo fácil la tarea de esquivarlas. Mientras más corres, más te alejas de la fatalidad. Decidiste no seguir ninguno de los dos caminos y creaste el tuyo.
Despierta. Todo ha terminado.